-¿Y dónde va cada tarde, con la mirada perdida y una sonrisa pétrea en su rostro? ¿A dónde se dirige?
- a las montañas, es lo único que se sabe, y que no vuelve hasta el amanecer.
-¿por qué?
- No lo sé a ciencia cierta, toda vida tiene su leyenda, y de ella se cuenta...
No
siempre estuvo sola, no siempre anduvo perdida vagando cuando caía la
tarde hacia el bosque, antes, según dicen, no sólo le brillaban los ojos
al atardecer como ahora, que parece como si le robaran la vida cada
noche, vuelve inerte, fría, desolada, hasta que el sol vuelve a
esconderse y algo en ella resurge y brilla como si la vida volviera a
correr por sus venas. Hubo un tiempo en el que fue feliz, al menos eso
cuentan, vivía con su compañero en la casa de madera que ahora parece
tan abandonada. Él era alpinista, un gran montañero, que viajaba en
grandes expediciones. En algunas ella le acompañaba, y en otras,
esperaba junto a la ventana mirando a las montañas, como si eso la
uniera más a él, como si de esa manera pudiera sentir el calor de todos
esos abrazos que secretamente y con los ojos cerrados se deberían dar
cada noche. Como si el susurrar del viento le dijera cuánto la echaba de
menos y cuán grande era el amor que les unía, que eran capaces de
hablar con las montañas y ellas mandar el mensaje a la otra parte del
mundo, contentas de ser parte de aquello. Todo
amor es único, todo amor es intenso, dolorosamente intenso, y más cuando
el tiempo y un grito sordo y triste te despierta una noche con la
certeza, la dolorosa certeza, de que no volverá. Un llanto desgarrador ahogó el gritar de las montañas, un llanto que enmudeció después, un llanto que apagó esa luz, esos ojos, esa vida que una vez pareció brillar en su piel.
Cuentan
que una noche no pudo más, desesperada corrió hacia el bosque, se
dirigió llorando a las montañas, agonizante, corrió y corrió hasta que
no pudo más, y a la falda de la montaña cayó herida, destrozada. Y
suplicó, suplicó con palabras desgarradoras a esas paredes inmensas que
se erguían desafiantes ante ella, golpeó, gritó, arañó intentando subir
por ellas, deseando, implorando que le llevaran ante él de nuevo. Cayó exhausta, agotada perdió el sentido, y soñó con él, un sueño tan real que pudo atrapar todo su olor con sus manos,
pudo acariciarle por debajo de la piel hasta llegar a su alma, que le
susurraba que la había echado de menos. Sus labios volvieron a sentir su
sabor, que jugaban a encontrar los límites de su cuerpo, un sueño tan
real, que cuando despertó, se le quebró el corazón de nuevo. Destrozada,
juró que volvería.
Lo
más extraño de esta historia, es que más de uno intentó seguirla en sus
paseos nocturnos, y todos parecían perderse sin llegar a ver a dónde se
dirigía, todos, menos uno, al cual toman por loco, y él mismo duda si
lo que creyó ver esa noche era real o fruto del ensueño.
Se
escondió sigiloso a ver cómo se acercaba a la montaña, con la mirada
despierta y una sonrisa en la boca, ella se diría a la base de la pared,
como si algo o alguien la estuviera esperando, se sentó lentamente, se
arrecostó todo lo pegada a la roca que pudo, y
sufriendo, cerro los ojos. Parecía que el sueño le había robado el alma,
brillaba cual estrella, y entonces sucedió. Su piel blanquecina se fue
volviendo pétrea poco a poco, como si la blanca caliza fuera devorando
cada centímetro de su cuerpo, el brillo de su piel se hizo intenso antes
de apagarse y fusionarte finalmente con la roca, y más tarde devorada
por la montaña. No había nada ya, donde antes yacía ella, no había nada…
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